30 años formando profesionales de la gestión cultural: Máster ICCMU-UCM. Conferencia

ACTO DE INAUGURACIÓN DEL CURSO ACADÉMICO 2022/23, PROMOCION NÚMERO 21, DEL MÁSTER EN GESTIÓN CULTURAL: MÚSICA, TEATRO Y DANZA DEL ICCMU. CONFERENCIA A CARGO DE FÉLIX PALOMERO, DIRECTOR TECNICO DE LA ORQUESTA Y CORO NACIONALES DE ESPAÑA (OCNE). Buenos días. Autoridades académicas, amigas y amigos y alumnado del ICCMU, colegas de las artes escénicas y […]
Nereida Fonseca
22 de diciembre de 2022

ACTO DE INAUGURACIÓN DEL CURSO ACADÉMICO 2022/23, PROMOCION NÚMERO 21, DEL MÁSTER EN GESTIÓN CULTURAL: MÚSICA, TEATRO Y DANZA DEL ICCMU. CONFERENCIA A CARGO DE FÉLIX PALOMERO, DIRECTOR TECNICO DE LA ORQUESTA Y CORO NACIONALES DE ESPAÑA (OCNE).

Buenos días.
Autoridades académicas, amigas y amigos y alumnado del ICCMU, colegas de las artes escénicas y de la música,

Quiero expresar en primer lugar mi agradecimiento al Instituto Complutense de Ciencias Musicales por haberme invitado a este acto de inauguración del curso académico 2022-23. Me siento honrado y agradecido por tener la oportunidad de participar en un acto académico como este, especialmente con ocasión de la celebración del 30 aniversario de la creación del Máster en Gestión Cultural: Música, Teatro y Danza.

En 1992, cuando arrancaba la primera convocatoria, yo ya estaba activo en el ámbito de la gestión cultural, trabajaba entonces como coordinador general –la dirección adjunta- de la Orquesta y Coro Nacionales de España, donde ahora ocupo la dirección técnica-ejecutiva. Mi vida profesional ha estado –como ha señalado el director Álvaro Torrente– vinculada en varias ocasiones al INAEM, una de las instituciones que, en su momento, se unieron para propiciar la organización de un máster de reconocido y bien merecido prestigio. De ahí que agradezca tanto a la dirección del instituto y del máster, que me haya dado la oportunidad de, en representación del INAEM, participar en la inauguración del curso.

Cabe pues, en primer lugar, recordar a aquellos responsables que desde la Universidad Complutense, la Sociedad General de Autores y Editores, el Instituto Nacional de las Artes Escénicas y de la Música y la Comunidad de Madrid tuvieron la visión de que la nueva vida cultural que asomaba en aquellos años necesitaba de profesionales cualificados a los que las enseñanzas regladas de entonces no ofrecían suficientes recursos de formación.

Mi homenaje a todos ellos y mi felicitación a quienes posteriormente han mantenido y acrecentado la calidad en la enseñanza, situando al Máster en el lugar privilegiado que ocupa en la actualidad.

Yo no he tenido la suerte de ser alumno de este máster, aunque sí el privilegio de haber sido invitado a participar en varias ocasiones a mesas redondas, conferencias y actos oficiales. Cuando el máster comenzó su andadura yo ya estaba, como decía antes, en plena faena profesional, y muchos de ustedes saben lo que es la vorágine de una orquesta y un coro profesionales.

Vorágine que en aquel 1992 se multiplicaba. Era el año en el que todos los grandes proyectos de modernización del país tenían que estar en marcha: el año de las Olimpiadas, del Ave a Andalucía, el año de la Expo, de la gran cumbre iberoamericana que se celebró en Madrid –la segunda tras la fundación de las cumbres, que había tenido lugar en México en 1991–, de la capitalidad cultural Madrid 92.

Un año, por cierto, en el que las instituciones culturales públicas eran llamadas con frecuencia a jugar un papel activo en aquellas celebraciones. La Orquesta Nacional de España, por ejemplo, participó en la Capitalidad Cultural de Madrid, en la programación del Teatro de la Maestranza de Sevilla, tanto en su pretemporada de 1991, como en la programación de la Expo de 1992; y en la Cumbre Latinoamericana, donde viví, por cierto, una divertida anécdota con Fidel Castro. Instantes antes de dar inicio a un breve concierto que se celebraba en los jardines del Campo del Moro, del Palacio Real, Fidel Castro buscaba desesperadamente unos baños y yo le pude indicar dónde encontrarlos, pues a la orquesta se nos había indicado dónde estaban. Al terminar y volver a su asiento, Castro me miró y me dijo: ahora ya pueden ustedes tocar todo el tiempo que quieran. Recordarán su fama de dar larguísimos discursos sin parar ni un solo minuto. El concierto fue, se lo aseguro, mucho más breve.

Mencionaba antes la Cumbre Iberoamericana, y no está de más recordar la importancia que esta organización ha tenido en nuestro mundo de las artes escénicas y la música. Años después del inicio de celebración de las cumbres, ya en 2004, se estableció en Madrid la sede permanente de la Secretaría General Iberoamericana, que emana de la filosofía de colaboración iberoamericana de la Cumbre. Esa Secretaría, conocida por sus siglas, SEGIB, que dirigió inicialmente un antiguo presidente del Banco Interamericano de Desarrollo, Enrique V. Iglesias, creó un departamento de cultura a cuyo cargo estuvo Ramiro Osorio, una persona de gran prestigio en nuestro ámbito en toda Latinoamérica. Ahí nacieron dos programas que han tenido –y siguen teniendo– una actividad muy importante en nuestro sector: Iberescena e Iberorquestas, programas de difusión del teatro latinoamericano y de fomento de orquestas juveniles.

Pero volvamos a 1992, año de grandes celebraciones, pero también en el que aún no se había dado solución a necesidades fundamentales de estructuras e infraestructuras culturales más allá de las de las grandes capitales. En aquel año, por ejemplo, solo funcionaban siete auditorios modernos: Granada, Valencia, Palma de Mallorca, Santiago de Compostela, Santander y Madrid, además del Teatro de la Maestranza. El Plan Nacional de Auditorios, de 1983, había arrancado pero aún no había dado todos sus frutos. Después de aquel año, e incluso décadas después, abrieron sus puertas –acogidos a ese plan o a otro tipo de iniciativas– los de Cuenca, Zaragoza, Murcia, Las Palmas de Gran Canaria, Barcelona, San Sebastián, Oviedo, Bilbao, León, Tenerife, Valladolid, Burgos, Girona y Pamplona, por citar algunos de los más activos.

Mejor panorama ofrecían los teatros, que ya se habían beneficiado desde 1983 del programa de rehabilitación de Teatros de Titularidad Pública, y que supuso la modernización de espacios como el Teatro Arriaga de Bilbao, Bretón de los Herreros de Logroño; el Campoamor de Oviedo; el Cervantes de Málaga; el Gran Teatro Falla, de Cádiz, y así muchos más en Segovia, Sevilla o Avilés.

Esa labor inversora para mejorar las infraestructuras teatrales no se quedó solo en el ámbito público. Los responsables políticos de entonces apreciaron que se debían poner también recursos públicos para la mejora de los teatros privados en materia de seguridad, accesibilidad, técnicas, etc. Nacieron así los Consorcios para la Rehabilitación de Teatros de Titularidad Privada, que tanto han hecho para fortalecer la red de recintos teatrales en Madrid y Barcelona.

En el ámbito de las orquestas sinfónicas en aquel 1992 la modernización aún estaba en marcha. A los conjuntos históricos–algunos de ellos centenarios–, de Madrid, Barcelona, Pamplona, Bilbao o Valencia, se unió la Orquesta de Euskadi, la más antigua de las modernas, de 1982 y, posteriormente, a principios de la década de los noventa, las orquestas de Sevilla, Málaga y Castilla y León. En nuestro “mítico” 92 nació la Sinfónica de Galicia, y después vendrían la de Baleares, Real Filharmonía de Galicia, Extremadura, Alicante o Murcia y, precisamente en 1992, se creó la Asociación Española de Orquestas Sinfónicas, que hoy reúne a todas las orquestas profesionales del país.

Por mencionar solo de pasada qué ocurría con la educación superior en la música, baste recordar que no fue sino hasta el inicio de los años 2000 cuando se crearon los dos centros superiores de música que trascendieron los modelos de los conservatorios y actualizaron la formación musical de alto nivel: Musikene, en el País Vasco, y Esmuc en Cataluña.

Antes mencionaba a los “pioneros del ICCMU”, y es de justicia decir que esas instituciones y algunas de las personas que estaban en ellas fueron protagonistas de aquel proceso de modernización que había comenzado con el primer gobierno socialista de 1982, en el que era ministro de cultura y portavoz del gobierno Javier Solana. Creo que la mención de este nombre y de los cargos que acumulaba entonces en el consejo de ministros es significativo de la importancia que a la cultura se le dio en los años 80 y 90.

Había, pues, un ansia de cultura que ya los padres de la constitución habían sabido reflejar en la Carta Magna. La modernización de España en aquellas décadas tenía que ser económica –en infraestructuras, servicios, educación, instituciones–, pero también tenía que ser una modernización cultural y, de hecho, la cultura era al mismo tiempo vehículo y catalizador de esa modernización. El preámbulo de la Constitución parece señalarlo al afirmar:

La Nación española, deseando establecer la justicia, la libertad y la seguridad y promover el bien de cuantos la integran, en uso de su soberanía, proclama su voluntad de
– Promover el progreso de la cultura y de la economía para asegurar a todos una digna calidad de vida

Ahí es nada: juntar economía y cultura y otorgar a ambas, en un plano de igualdad, la responsabilidad de “asegurar a todos una digna calidad de vida”. Y luego en el artículo 9, insiste:

2. Corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social.

Parece que nuestros legisladores de la Transición tenían en otro concepto a la cultura y a sus gentes, no como la han tenido otros que, décadas después, han arrojado dudas y menospreciado desde tribunas públicas a creadores e intérpretes.

Hace 30 años, por lo tanto, el Estado respondía a una sociedad que anhelaba el progreso y la modernidad y que incluía entre sus exigencias el ejercicio de un derecho fundamental: el del acceso a la cultura. Acceso que no solo pasaba por tener infraestructuras. Recordemos, con una cierta sonrisa, lo que se decía por aquel entonces: que no había capital de provincia que no quisiese tener estación de AVE, aeropuerto, temporada de ópera y museo de arte contemporáneo.

Dicha garantía del acceso a la cultura pasaba sobre todo por formar profesionales, por dar respuesta a las necesidades que una sociedad cada vez más formada, exigente e informada reclamaba desde la cultura: y ante aquella necesidad nace el máster, especializado en las artes escénicas y la música que, aparte de suministrar de profesionales al sector, ha terminado siendo una especie de estructura transversal en el teatro, la música y la danza en España. No en vano, sus alumni han creado y sustentan una red en permanente contacto y colaboración constituyendo un capital humano de incalculable valor.

No puedo referirme al mundo del teatro y de la danza con tanta información como la que dispongo sobre la música, pero sí puedo decir que, por ejemplo en este ámbito y especialmente en el de la música académica, la gestión de las instituciones musicales venía siendo ejercida con frecuencia por intérpretes o creadores y no necesariamente por gestores puros. La práctica se había consolidado en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. En la Europa Central se habían creado orquestas de radio cuya dirección artística solía recaer en los departamentos de música de las radios públicas, puestos que a su vez eran ocupados frecuentemente por músicos en activo, fundamentalmente compositores, práctica que se extendió a toda Europa, también a España.

Era una respuesta natural a la necesidad de contar con profesionales cualificados cuando no existía la manera de llegar a serlo desde el mundo académico. Esa es, desde mi punto de vista, la gran visión y el gran éxito de los estudios de gestión cultural: aportar herramientas a personas que sin ser necesariamente creadores o intérpretes o que, siéndolo, quieren trascender ese perfil, anhelan dedicar su vida laboral a la gestión de recursos humanos y materiales que faciliten la cristalización de proyectos artísticos.
Hoy identificamos y reconocemos con naturalidad el perfil del gestor cultural, pero en los primeros años 90 no era así. Cuando a alguien le preguntaban a qué se dedicaba, si decía que era gerente de una orquesta o de un teatro, la respuesta del interlocutor siempre era “¡qué suerte!, poder estar todo el día escuchando música o viendo teatro”. De alguna manera, eso daba a entender lo poco acreditada que estaba la profesión en la sociedad, que ignoraba lo compleja que era la gestión de la cadena de valor del hecho artístico.

A mí me ocurrió eso en multitud de ocasiones, y reconozco que me producía cierto apuro, hasta que un amigo, involuntariamente, me hizo ver cómo se apreciaba mi trabajo desde fuera y me quitó todos los complejos. La Orquesta Nacional hacía unos conciertos para familias e invité a ese amigo a que asistiese con sus hijos. Les insistió en que cuando me viesen me debían dar las gracias, así que los niños se pasaron todo el concierto buscándome con la mirada entre los atriles de la orquesta. Al no encontrarme, le preguntaron a su padre: “¿dónde está Félix, qué hace Félix?”, y el padre, en un gesto de genialidad y de síntesis, les contestó: “Félix es el que paga a los músicos”. Respuesta sumaria que hizo que se me quitasen todos los complejos sobre mi profesión

Bien, volvamos a lo que supuso esa corriente de aire fresco que trajo consigo la aparición de estudios especializados como el de este máster.
Supuso, nada más y nada menos que, además de la modernización a la que me he venido refiriendo, un impulso a la democratización de la cultura en España. Los nuevos profesionales aportaban miradas más amplias que las de los anteriores responsables de las instituciones: eran más plurales, sus perspectivas eran más ricas, estaban más cerca de la ciudadanía. Contaban con el público desde el primer momento, trabajaban pensando en llegar a ese público, estaban más cerca de su comunidad. Los nuevos gestores sabían desde el principio que tenían que ser agentes de modernización y que debían derribar las barreras sociales, económicas y educacionales que, durante décadas, habían impedido el acceso de buena parte de la sociedad a los teatros y a los auditorios.

Hasta donde puedo saber, en todas las promociones del Máster del ICCMU ha habido siempre alumnos y alumnas que ya ejercían como profesionales en activo en ayuntamientos y comunidades autónomas, administraciones donde, precisamente, por mandato constitucional, residen las competencias en cultura. Si la gran modernización del país se ha hecho con políticas fundamentalmente de proximidad, en el ámbito de las artes escénicas y de la música esto es una realidad palpable.

Como consecuencia positiva de todo ello hay que señalar la descentralización de la acción cultural, la atención a los creadores más cercanos, el fomento de la producción artística local y autonómica, el impulso al sector privado de las artes escénicas y de la música, el cuidado de las lenguas cooficiales y una mayor capacidad de respuesta –más rápida, más eficaz– a las demandas de la ciudadanía. Esto entre los logros, pero también hay que señalar amenazas, especialmente el riesgo de que la promoción de lo local vaya en detrimento de lo universal, pero pienso que las personas que se están formado en entornos como el de este Máster, por estar en permanente contacto con colegas de otras procedencias, terminan siendo el mejor antídoto contra los localismos.
El otro antídoto corresponde a las administraciones. El artículo 149 de la Carta Magna reserva para el Estado “la comunicación cultural entre Administraciones Autónomas, de acuerdo con ellas”. Es decir, hay un mandato constitucional, y las políticas públicas de fomento buscan favorecer esa comunicación.
Con todo esto quiero destacar el papel que los gestores han tenido en la implantación de políticas culturales y la importancia de que se haya formado a un gran número de profesionales que aúnan a conocimientos y experiencia, la práctica colaborativa que aprenden en estas aulas.

El Máster del ICCMU –por supuesto también los otros que se ofrecen en otras universidades, si bien me refiero a este por su especialización– ha actuado como un sistema de riego por inundación. Sus profesionales se han extendido por un terreno sediento y han ayudado a que la creación fructifique. Con el paso de los años, estos profesionales han accedido a todas las etapas de la cadena de valor: la creación, que han favorecido y estimulado; la producción e interpretación, la distribución y la exhibición, sin olvidar la labor de rescate y difusión del patrimonio. Y han sido factores fundamentales en la colaboración público-privada, que tan buenos resultados ha dado, especialmente en el ámbito teatral. También en la internacionalización de nuestra creación artística, y en facilitar el conocimiento de las artes escénicas y de la música de todo el mundo en nuestros recintos.

Pero desde 1992 han pasado muchas cosas. Y sobre todo, han pasado crisis: la de 1996, la de 2008/2009, la COVID, la guerra de Ucrania, todas estas exógenas, a las que ha habido que responder. Pero también crisis endógenas, crisis de reputación y de abusos. En momentos en los que la sociedad española ha enfrentado dificultades, se han arrojado dudas sobre nuestro trabajo como gestores culturales, como si la especulación fuese cosa de quienes cada día levantan un telón o se suben a un peine. No, estas personas no son responsables, son víctimas. Los abusos han sido fundamentalmente inmobiliarios, pero los han pagado las gentes de la cultura con su reputación y con la pérdida de sus puestos de trabajo.

Todavía el pasado mes de enero, hace nueve meses, la Orquesta Nacional de España reinauguraba el magnífico Auditorio de Torrevieja, en Alicante, que desde su construcción había estado en manos de la empresa que había ganado la licitación para su construcción, ofreciendo una programación errática en la que los poderes públicos locales apenas tenían nada que hacer. Enfrente de ese edificio, otra flamante instalación, gemela del Auditorio, más pequeña en superficie y volumen, pero que formaba parte del mismo equipamiento, esperaba desde hacía diez años su apertura como conservatorio. Las puertas estaban cerradas y el edificio solo había sido usado para dar servicios provisionales e improvisados. Eso no es responsabilidad de los gestores culturales, ellos son, como decía, igual que el resto de la sociedad, las víctimas.
Por cierto que en ese concierto en Torrevieja me llamó la atención algo que meses después se enfrentaría a una dramática realidad: el programa de mano editado por el Ayuntamiento estaba impreso en dos idiomas: español y ruso, debido a la numerosa colonia rusa, ucraniana y de otros países de influencia rusa residente en esa ciudad de la cosa alicantina. La cultura facilitaba la convivencia, pero no puedo imaginar qué pasaría tres meses después con el estallido de la guerra.

Afortunadamente, hemos superado la COVID y hemos aprendido a ser resilientes, bien es cierto que ha tenido que ser a la fuerza, pero aquí estamos de nuevo las mujeres y los hombres de la cultura, los y las profesionales de la gestión cultural. Hoy se abren de nuevo las aulas para quienes pronto tendréis la responsabilidad de administrar recintos, compañías, carreras artísticas, quienes habréis de saber comunicarlas, llegar al público, hacer posible la creación.
Y tendréis que hacerlo siguiendo la experiencia marcada por las promociones que os anteceden, pero con un nuevo compromiso añadido: lo que la gestión cultural fue en los 90 y los primeros 2000 motor de modernización y democratización, debe convertirse ahora en motor de transformación social.
¿Por qué transformación social? Porque la sociedad española lo reclama. Es el tiempo, desde la gestión cultural, de atender más aún a la pluralidad, a la inclusión, es el tiempo de ser consecuentes con las políticas de igualdad, de género, de integración. No podemos abrir nuestros teatros como lo hacíamos hace décadas, sin tener en cuenta que la sociedad española es distinta, es diversa en procedencia cultural, étnicamente más compleja, exige una atención más individualizada, pone en primer plano las preocupaciones medioambientales, de sostenibilidad y equidad. En nuestro trabajo tenemos que aprender a escuchar porque solo la cultura puede responder libremente a la multitud de retos a los que nos enfrentamos en las sociedades modernas.

Insisto: si los gestores culturales fueron motores de modernización, ahora les toca ser motores de transformación. Tenemos herramientas como no habíamos tenido nunca: las tecnologías de la información, las redes sociales.
Estos medios nos facilitan llegar a la comunidad en el sentido más amplio, y digo comunidad porque no quiero decir público. El término comunidad aglutina relaciones sociales, educacionales y culturales que trascienden al mero espectador. La comunidad es rica, cambiante, comunicativa. Nos debemos a ella, tenemos que aprender a escucharla y a darle respuestas, debemos materializar en nuestros escenarios sus anhelos y sus preguntas, cada cual desde su especialidad y desde su singularidad.

Yo reclamo para los gestores culturales el liderazgo de las instituciones culturales porque creo que su visión panorámica y su conexión con la sociedad pueden aportar mucho más que la experiencia que un creador o un intérprete pueden ofrecer. No es que crea que un director o un actor o una actriz o un instrumentista en el ejercicio activo de su profesión no puedan dirigir un centro de cultura, pero sí opino que la perspectiva multidisciplinar que acumula un gestor bien formado va a responder mucho mejor a las exigencias sociales.
Y lo debe hacer desde el pleno respeto a esos creadores e intérpretes y en defensa del patrimonio cultural. Tengo colegas, gerentes de orquestas, que no van nunca a los conciertos de sus orquestas. No lo puedo entender. No puedo entender al programador que no se pasa nunca por el escenario o no visita la taquilla. No puedo aceptar una implicación de 8 a 3. Sé que este es un trabajo exigente y duro, pero solo con pasión, compromiso, conocimiento, respeto por los artistas, talento y vocación se puede poner en marcha ese motor de transformación social. Nada nos es ajeno. En cierto modo, somos como los académicos o como los científicos: creamos o ayudamos a crear conocimiento y lo hacemos llegar a la sociedad.

Los alumnos de este Máster del ICCMU habéis escogido una formación que puede abriros muchas puertas, o que puede ayudaros a desarrollar mejor el trabajo que ya hacéis. Con toda humildad pero también desde la experiencia, os animo a que viváis este trabajo con entrega y con alegría.
Felicidades por haberos embarcado en esto, os deseo un buen curso y mucho y buen teatro, música y danza.

Muchas gracias,
Félix Palomero

Madrid, 7 de octubre de 2022
Facultad de Documentación
Universidad Complutense de Madrid